Homilía en la Santa Misa Crismal
Catedral de Limón, Lunes Santo 29 de marzo, 2021
Muy buenos días a todos. Primero que nada quisiera saludar y agradecer a todos ustedes que han venido desde las diferentes parroquias de nuestra diócesis. Estar aquí reunidos para alabar al Señor es un signo de comunión muy fuerte y necesario para los difíciles tiempos que estamos viviendo.
Saludo también a quienes nos siguen a través de las redes sociales y a quienes se unen a nosotros por medio de la oración. Gracias por encomendarnos a Dios todos los días desde sus hogares y trabajos.
En el contexto de esta Misa Crismal, y su carácter sacerdotal, deseo además poner en la presencia de Dios a los sacerdotes de nuestro país que han fallecido en este último año. Recordamos en particular a nuestro querido “Padre Pura Vida” y a todos aquellos afectados por la pandemia, el Señor les conceda el descanso eterno.
Como su nombre lo indica, estamos aquí para celebrar la Santa Eucaristía en la que vamos a bendecir los santos óleos, el óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de los enfermos y consagrar el Crisma.
Estos aceites y perfumes sagrados serán utilizados en la celebración de los sacramentos en nuestras parroquias y comunidades a lo largo de todo este año, en que como ningún otro, debemos de llevar consuelo y compañía al pueblo de Dios que se nos ha sido confiado.
Somos pastores en medio de un pueblo sufrido y herido por las consecuencias de una pandemia que todavía no termina, como atestiguan las bancas vacías de esta Catedral. Gracias a Dios poco a poco vamos retomando las celebraciones, pero estamos lejos de una vivencia activa y presencial como la teníamos antes de marzo del año pasado.
Nuestra gente sufre, si no es por la enfermedad misma del Covid-19, que se ha cobrado ya casi 3 mil vidas en nuestro país, lo hace por el desempleo, por la falta de oportunidades, por el cierre de negocios, por la pobreza o la miseria que se ha apoderado de muchos hogares en nuestro país.
Las mismas medidas de restricción suponen un esfuerzo mental y espiritual muy fuerte: no podernos reunir ni congregar, no poder realizar procesiones ni actos piadosos, y ni tan siquiera podernos expresar los sentimientos con un abrazo o con un apretón de manos tiene sus consecuencias en el ámbito de la salud mental y espiritual de nuestro pueblo.
Debemos estar atentos porque podemos estar frente a un enfriamiento grave de la fe de nuestros fieles. Por eso no podemos contentarnos solo con los que siempre llegan o forman parte de nuestros equipos de trabajo. Preguntémonos por los que no llegan nunca ni se integran, ¿dónde están?, ¿cómo viven y expresan su vida espiritual?, Cristo, la Iglesia, los sacramentos, ¿les dicen algo a su vida o simplemente viven como si Dios no existiera?
Como pastores deberemos dar cuenta al Creador de cada una de estas almas, por eso no podemos simplemente quedarnos con los brazos cruzados. Es momento para la creatividad pastoral, para unir esfuerzos, para utilizar la tecnología, para trabajar en comunión, juntos, unidos y dando testimonio de una vida transformada en el amor.
Este año evocamos la historia de nuestra Diócesis en el Centenario de la Provincia Eclesiástica. Cien años en los que traemos a la memoria tantos hombres y mujeres, laicos, junto a los clérigos, religiosas y religiosos que forjaron antes de nosotros los cimientos de esta Iglesia particular. A todos ellos gracias por su entrega, que Dios recompense su esfuerzo y amor por el Reino.
Habiendo escuchado la Palabra de Dios, tengamos presente que los textos mismos de la misa nos ofrecen la mejor catequesis sobre el Crisma y los óleos como materia de la gracia sacramental. Es decir, lo que hace visiblemente el aceite (suavizando, embelleciendo, fortaleciendo, curando) lo hace invisiblemente la gracia del Espíritu en la vida sobrenatural del cristiano.
El misterio que celebramos es la unción mesiánica de Jesús, a ella hacen referencia las lecturas, el prefacio y las oraciones de bendición de los óleos. Es Cristo, el Ungido quien nos convoca y centra nuestra atención. Él se apropió de las palabras del profeta Isaías en la sinagoga de Nazaret como lo hemos escuchado en la primera lectura y en el evangelio, y movido por el Espíritu, se ofreció al Padre, en una acción sacerdotal plena, no de un rito vacío sino existencial. Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu y la unción de su Espíritu se nos ha comunicado a todos nosotros, quienes somos, por este motivo, casa real, pueblo sacerdotal, profetas de las maravillas de Dios.
Cristo el ungido sigue siendo el protagonista de esta eucaristía y de todos los sacramentos de la Iglesia, por él somos enviados nosotros, sus ministros; él bautiza cuando uno de nosotros bautiza; él conforta a los enfermos que el sacerdote unge; él santifica y sella con el Espíritu a los miembros de la Iglesia.
Las unciones son uno de los medios más elocuentes que tiene la Iglesia para significar y comunicar eficazmente a los creyentes la unción de Cristo. El aceite es también uno de los elementos naturales con más riqueza de utilización, sirve de alimento, medicina, embellecimiento.
Y en la tradición bíblica tiene una larga historia el olivo y las unciones: hoy haremos memoria de ellas dentro de la oración de bendición, recojo una de estas expresiones: El ramo de olivo le anuncia a Noé el final del diluvio, y así el olivo se convierte en símbolo de retorno a la paz, recuerdo de la primitiva creación. Las unciones han servido tradicionalmente para simbolizar la toma de posesión de una persona por parte de Dios.
Detengámonos en el óleo de los catecúmenos, este óleo que expresa la agilidad y la fortaleza en el combate, con el que ungiremos a los que buscando encontrarse con el Señor, queremos expresarles la asistencia desde los comienzos de la lucha de la vida cristiana, para que resplandezca en su vida la victoria pascual de Jesús.
Con este óleo se expresa en un primer modo el ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe incluso antes del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo, y hoy más que nunca somos convocados para salir al encuentro de tantos hermanos nuestros que necesitan encontrarse con el Señor.
Bendecimos también el óleo de los enfermos. Este óleo que da vigor a nuestro cuerpo, el que en manos del médico por excelencia usaremos los sacerdotes, cuando nos llamen los hermanos enfermos.
No podemos olvidar que tenemos ante nosotros la multitud de las personas que sufren: los hambrientos y los sedientos, las víctimas de la violencia, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, las personas con el corazón desgarrado.
Curar es un encargo primordial que Jesús ha confiado a la Iglesia, según el ejemplo que Él mismo nos ha dado, al ir por los caminos sanando a los enfermos. Ciertamente la tarea principal de la Iglesia es el anuncio del Reino de Dios; pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación “para curar los corazones desgarrados”, como lo hemos escuchado en la primera lectura del profeta Isaías.
El óleo para la Unción de los enfermos es expresión sacramental visible de esta misión y por ello hoy también es una ocasión propicia para agradecer a tantas hermanas y hermanos que llevan este amor curativo a los personas por toda la diócesis, pienso en las religiosas, en los ministros extraordinarios de la comunión, sin olvidar a todos nuestros agentes de pastoral que en medio de esta pandemia han sido creativos y han buscado como llevar el pan material y el pan de la palabra a la vida de nuestras familias; esto es un motivo de esperanza pero al mismo tiempo debemos tener presente que esta realidad nos reta a ser una Iglesia en salida y afrontar con creatividad pastoral el drama de muchos hermanos y ser así el reflejo de una Iglesia Samaritana.
También bendecimos el Santo Crisma, una mezcla de aceite y perfume, instrumento de las bendiciones divinas, perfume de fidelidad al evangelio, con el que ungiremos todo lo que tenga que asimilarse al Ungido por el Espíritu, Cristo Jesús. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento.
Los cristianos somos un pueblo sacerdotal para el mundo, y debemos hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él.
Pidámosle al Señor que podamos reconocerle de nuevo, que la fuerza de su Espíritu se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de su mensaje con alegría y pese a esta encrucijada, no debemos olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; hay personas que, mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo, hermanos y hermanas nuestras que han pasado por nuestra historia y debemos emular.
La figura de religiosas como Aura Elisa y Sor Miriam, el Padre Evans, el Padre David Garro, tantos laicos y laicas como don Rudecindo, Patricia Quirós, Raúl Abarca, el recién fallecido misionero de Parismina José Fonseca y mis predecesores en el cuidado apostólico de nuestra iglesia particular, sin olvidar al tan querido y recordado Monseñor Alfonso Coto; tan solo traigo a la memoria unos pocos, a muchos no los conocí pero el solo hecho haber oído hablar de ellos y que estén en la memoria de muchos de ustedes nos hacen mirar que su vida ha sido fecunda y nos debe retar a buscar caminos para seguir construyendo sin demora, sin miedo y sin mediocridad el Reino de Dios entre nosotros.
Esta celebración, por voluntad del Papa San Pablo VI, se ha convertido en un acontecimiento espiritual para los presbíteros. Es cierto que nosotros, como hermanos entre los hermanos, renovamos nuestra identidad cristiana en la Noche santa de Pascua, haciendo la renuncia y la profesión de fe con todos los fieles. Pero hoy les pediré de un modo particular testimonio público y explícito de nuestra decisión de permanecer fieles al ministerio que se nos ha confiado.
Por eso al renovar sus promesas sacerdotales, deben tomar conciencia de la importancia de renovar su convicción de ser familia presbiteral, en el acto sencillo de unas preguntas y unas respuestas que cada uno de nosotros expresa, no está el mero ritualismo de cumplir con una formalidad o una rúbrica litúrgica, se esconde ante todo el compromiso de querer renovar una vez más un sí, un sí que no es fácil, un sí que implica estar convencidos y comprometidos con el proyecto del Reino.
Porque renovar las promesas sacerdotales queridos hermanos sacerdotes es todo un proyecto de vida, es el compromiso de querer construir comunión en primera instancia con los demás hermanos sacerdotes, y en ellos con todo el pueblo santo de Dios.
Quisiera que nos retemos juntos a construir una comunidad presbiteral cada vez más fraterna, ciertamente podemos agradecerle a Dios el ser pocos y el ser cercanos, pero nunca debemos conformarnos, porque sería caer en un estancamiento, nosotros que estamos llamados a fomentar y predicar la comunión, debemos en primera instancia promover esa comunión con nuestro testimonio, mal haríamos si nos ponemos de pie en el púlpito para hablar del amor, para hablar de la comunión cuando no la construimos con nuestros hermanos sacerdotes, he aquí el desafío y he aquí el compromiso que en medio de la pandemia recibimos del Señor.
Tratemos, por tanto de vivir esta eucaristía, cada uno conforme a la vocación a la que Dios le llamó en la Iglesia y que se establezca entre nosotros aquella corriente vivificante, que une el sacerdocio ministerial con el sacerdocio común de los fieles, en una alabanza común a Cristo y por Él, con Él y en Él al Padre misericordioso, en la unidad del Espíritu Santo, que nos penetra a todos en una unción espiritual.
Pido la intercesión de San José sobre nuestra diócesis en este año que meditamos sobre sus virtudes de prudencia y santidad y que nos aliente a no tener miedo a los desafíos, que surjan muchas vocaciones y anime también a nuestros seminaristas a responder con generosidad y fidelidad al Señor.
Hago mías las palabras del Papa Francisco que dirigió en el 2015 en el V congreso de la Iglesia Italiana: “Me gusta una Iglesia inquieta, cada vez más cercana a los abandonados, los olvidados, los imperfectos. Deseo una Iglesia alegre con rostro de madre, que comprenda, acompañe, acaricie. Sueñen también ustedes con esta Iglesia, crean en ella, innoven con libertad”, a mi también me gusta soñar con una Iglesia así, pero no puedo solo ¿cuento con ustedes?, no me respondan hoy, respondamos con nuestra vida y con nuestro testimonio. Que así sea.
+Mons. Javier Román Arias
Obispo diocesano